El clima político se había enrarecido en la Argentina desde que se
agudizó el conflicto entre la Iglesia católica y el gobierno peronista.
De aliada incondicional allá por los inicios del régimen de 1943 que
catapultaría a Perón al poder, la corporación eclesiástica se había
vuelto decididamente opositora. Se sentía molesta por la utilización
política que el gobierno hacía de la caridad -un tema históricamente
monopolizado por la Iglesia- la proliferación de imagines de Evita y
Perón rodeando a los crucifijos en las dependencias oficiales y la
creación de una agrupación política secundaria, la Unión de Estudiantes
Secundarios, la UES, una fuerte competencia para la Acción Católica.
Perón por aquellos días de junio de 1955 solía recordar que el gobierno
peronista en 1947 había hecho ratificar en el Parlamento el decreto Ley
que transformaba en obligatoria la enseñanza religiosa declarada
optativa y extracurricular por la Ley 1420 sancionada por iniciativa de
Sarmiento durante el gobierno de Roca. El general ahora se lamentaba
de haber impulsado un generoso subsidio del 75% de los sueldos de los
docentes de escuelas privadas de las cuales el 90% eran propiedad de la
Iglesia católica. Mientras se enteraba por los diarios de las
diatribas de los obispos contra su gobierno y las calumnias contra su
persona, el presidente les recordaba a sus colaboradores los abusos a
que dio lugar aquel subsidio. Pero lo que más había irritado a Perón era
la creación de un Partido Demócrata Cristiano con el aval de la
Iglesia. El líder consideraba que su partido era democrático y cristiano
y que en la Argentina no era necesario otro partido para frenar el
avance del comunismo, principal objetivo de la democracia cristiana
impulsada por el Vaticano y el Departamento de Estado de los Estados
Unidos. El enfrentamiento fue creciendo en un trasfondo de crisis
económica. Dos agudas sequías (1951-52), el boicot norteamericano contra
la Argentina que se perpetuaba desde 1942 cuando el radical alvearista
Ortíz se declaró neutral frente a la Segunda Guerra Mundial, complicaron
el panorama económico que pese a los esfuerzos industrialistas, seguía
dependiendo de las divisas aportadas casi exclusivamente en el comercio
exterior de granos y carnes. La vieja alianza ideológica entre los
militares y la curia, fomentada por el propio Perón, tornaba más
peligroso el protagonismo de la Iglesia que contaba con una expresión
política partidaria propia y excelentes contactos con oficiales
superiores de las tres armas que parecían dispuestos a salir en defensa
de Cristo Rey. Todavía sonaban los ecos de la ruidosa procesión del
11 de junio, dos días después de Corpus Christi, que se había
transformado en una manifestación política que culminó en el Congreso
donde los católicos, enfurecidos por la sanción de la Ley de la Ley de
“hijos naturales” y la ley de divorcio, arriaron la bandera argentina e
izaron la insignia papal. En esas circunstancias se produjo el confuso
episodio de la quema de una bandera argentina, que como en otras
circunstancias de nuestra historia dio lugar a encendidas discusiones
sobre lo accesorio y eludió el debate ideológico. Toda la semana del 11
al 16 de junio se fue en el debate sobre quién había quemado la
bandera, símbolo sagrado e inmaculado para católicos y peronistas, tan
católicos como los otros. Lo cierto es que la sociedad argentina fue
sometida a campañas oficiales y extraoficiales de contra información y
no a un debate, largamente postergado sobre el rol de la Iglesia en
nuestra sociedad. Leyes imprescindibles para un país que se preciaba
de moderno, como la de hijos naturales y el divorcio, aparecen
sancionadas como provocaciones del gobierno peronista más que como
avances de la civilización. A eso de las nueve de la mañana del 16
de junio Perón recibió al general Lucero con un marcado gesto de
preocupación. Perón sabía que estaba programado un desfile aéreo en
desagravio a la bandera, pero Lucero sabía que ese desfile podía ser
aprovechado para bombardear la Casa de Gobierno y a su principal
ocupante y convenció al presidente para trasladarse a su despacho en el
ministerio de Guerra cruzando la Avenida Paseo Colón. Desde su nueva
ubicación, a las 10 y media en punto, Perón pudo escuchar el sonido
inconfundible de los aviones Abro Lincoln y Catalinas de la aviación
naval comandados por el vicealmirante Toranzo Calderón y el ruido
inesperado, nuevo en Buenos Aires que se estrenaba como la primera
capital de Sudamérica en ser bombardeada por sus propias fuerzas
armadas. Los aviones, que habían partido de Punta Indio, llevaban
pintadas en sus colas una ve corta y una cruz. El viva Cristo
reemplazaba al viva Perón. Curioso slogan de alguien que sale a matar
que recordaba a aquel fanático católico falangista, Millán de Astray,
que llegó a pronunciar la metafísica frase: “Viva la muerte”. En la
plaza, además de los apurados transeúntes había algunas familias que se
disponían a presenciar el desfile aéreo. Nunca imaginaron que la parada
militar tuviera un carácter tan realista. Las primeras bombas
cayeron a unos pocos metros de la pirámide y el resto impactó sobre la
Casa Rosada. Una de ellas destrozó a un colectivo repleto de escolares.
Al enterarse de los hechos la CGT convocó a la Plaza a defender a Perón.
Para las 18.15 eran cientos los descamisados que se reunieron a
defender su gobierno en la histórica plaza cuando una nueva oleada de
aviones espantó a las desconcertadas palomas y arrojó su mortífera carga
de nueve toneladas y media de explosivos sobre la multitud. En la
Plaza de mayo y sus alrededores quedaron los cuerpos de 355 civiles
muertos y los hospitales colapsaron por los más de 600 heridos. Se había
perpetrado el peor ataque terrorista de la historia argentina. Sus
autores eran “respetables” militares y civiles que se frotaban las manos
imaginándose el triunfo de un golpe militar que iba a volver a la
“negrada” a los “cabecitas” a los lugares de los que nunca debieron
haber salido. Pocos meses después ya con la “Revolución Libertadora”
triunfante uno de los golpistas, el contralmirante Arturo Rial le
recordó a un miembro del sindicato de trabajadores municipales: “Sepan
ustedes que la revolución libertadora se hizo para que en este país el
hijo del barrendero muera barrendero.” Los autores de este brutal
ataque nunca contaron con la capacidad de lucha y resistencia del pueblo
argentino que, consciente de sus derechos adquiridos, no estaba
dispuesto a perder lo que le había costado tanta sangre, sudor y
lágrimas conseguir. Entre los autores intelectuales de aquel horror
había varios civiles unidos no precisamente por el amor sino por el
espanto que estaban dispuestos a provocar. Algunos de ellos eran el
líder empresarial Raúl Lamuraglia, el socialdemócrata Américo Ghioldi,
el radical unionista Miguel Ángel Zavala Ortiz, el conservador Oscar
Vichi y los nacionalistas católicos Mario Amadeo y Luis María de Pablo
Pardo La versión de los asesinos barre con toda capacidad de
asombro. Esto decía un volante de la “marina de guerra en operaciones”
titulado increíblemente: “Responsabilidad de Perón y la C.G.T en la
matanza de Plaza de Mayo”. El texto es el siguiente: “Comparando los
acontecimientos con las declaraciones DEL PROPIO PERÓN, es fácil
determinar quiénes son los culpables de la matanza de civiles, durante
los bombardeos de la Marina de Guerra. La Marina de Guerra se
sublevó, enviando al Gobierno un ultimátum de rendición. Al rechazar ese
ultimátum y apelar al Ejército, el Gobierno se colocaba en actitud
beligerante. Desde ese momento dos fuerzas militares lucharían. Perón
sabía que la Marina no salía a “desfilar”, sino a combatir a muerte. ¿Por qué motivo, entonces, Perón permitió que la C.G.T., con criminal inconsciencia, convocaran al Pueblo a Plaza de Mayo…?
¿Cómo es posible que un jefe de Estado, sabiendo que su Sede sería
bombardeada, no tratara inmediatamente de evacuar la población civil…?
¿Cómo es posible que los dirigentes de la C.G.T. hayan sido tan
criminales como para llevar a la gente al matadero, sabiendo que con
palos no se puede hacer frente a aviones ni a ametralladoras…?
Perón mismo lo ha dicho: Nosotros tuvimos conocimiento de la rebelión y
de sus planes unas horas antes…¡Y conociendo la rebelión y los planes de
bombardeo, Perón hace que la C.G.T. convoque a su querido “pueblo” a
Plaza de Mayo para ser quemado! Una sola cosa explica esta infamia:
Perón creyó que a la vista del Pueblo, la Marina de Guerra desistiría de
sus propósitos. Es decir, que una vez más, Perón utilizó a los
trabajadores como escudo de sus designios…” Si hasta aquí el lector
se quedó sin palabras, prepárese para lo que viene: “Si los radicales o
“los clericales” hubieran invadido la casa de Gobierno, Perón hubiera
tenido derecho a convocar a la C.G.T. : Hubieran sido dos fuerzas
civiles combatiendo en igualdad de condiciones. Pero, desarrollándose la
lucha entre FUERZAS MILITARES, convocar al pueblo indefenso al teatro
de las operaciones ¡¡Es criminal, infame, cobarde y ruin!! Y la C.G.T.
que se prestó para esa carnicería, es conjuntamente con Perón,
responsable de esa canallada ante la clase trabajadora. No lo olvidará
jamás el Pueblo…” Tras concretar su masacre, los pilotos que habían
demostrado su total desprecio por la vida humana ametrallando a
columnas enteras de trabajadores, volaron hacia el Montevideo donde
recordaron repentinamente que existían los derechos humanos,
particularmente el de asilo. Perón habló esa noche por la cadena
nacional de radio y televisión. En los pocos televisores que había en la
Argentina se pudo ver a un Perón desencajado, dolido que decía: “…lo
más indignante es que hayan tirado a mansalva contra el pueblo (…) Es
indudable que pasarán los tiempos, pero la Historia no perdonará jamás
semejante sacrilegio. (…) Nosotros, como pueblo civilizado, no podemos
tomar medidas que sean aconsejadas por la pasión, sino por la reflexión
(…) Para no ser criminales como ellos, les pido que estén tranquilos;
que cada uno vaya a su casa (…) les pido que refrenen su propia ira; que
se muerdan, como me muerdo yo, en estos momentos, que no cometan ningún
desmán. No nos perdonaríamos nosotros que a la infamia de nuestros
enemigos le agregáramos nuestra propia infamia (…) Los que tiraron
contra el pueblo no son ni han sido jamás soldados argentinos, porque
los soldados argentinos no son traidores ni cobardes, y los que tiraron
contra el pueblo son traidores y cobardes. La ley caerá inflexiblemente
sobre ellos. Yo no he de dar un paso para atemperar su culpa ni para
atemperar la pena que les ha de corresponder. (…) El pueblo no es el
encargado de hacer justicia: debe confiar en mi palabra de soldado (…)
Sepamos cumplir como pueblo civilizado y dejar que la ley castigue…”.
Esa misma noche grupos de peronistas, que veían detrás de la intentona
el apoyo eclesiástico, quemaron las principales iglesias de Buenos Aires
y la propia Curia metropolitana. Santo Domingo, San Francisco, San
Nicolás de Bari, San Miguel Arcángel, la Piedad, la Merced, San Ignacio y
la Curia Un hombre de la Libertadora reconoce que: “Con todo lo
arbitrario que fue el dictador, tengo y he tenido siempre para mí que el
incendio de los templos históricos de Buenos Aires no fue una obra que
deba considerarse típica de su idiosincrasia. El incendio de los
templos, absurdo, ilógico e inexplicable en el medio argentino, aun
dentro de la aberración de la dictadura, es, en cambio, un hecho común
como medio de acción de los rojos españoles, incendiarios de profesión.”
Palabras que pronunciara Juan Domingo Perón por cadena nacional de radio y televisión aquel 16 de junio de 1955.
“Lo más indignante es que hayan tirado a mansalva contra el pueblo (…) Es indudable que pasarán los tiempos, pero la Historia no perdonará jamás semejante sacrilegio. (…) Nosotros, como pueblo civilizado, no podemos tomar medidas que sean aconsejadas por la pasión, sino por la reflexión (…) Para no ser criminales como ellos, les pido que estén tranquilos; que cada uno vaya a su casa (…) les pido que refrenen su propia ira; que se muerdan, como me muerdo yo, en estos momentos, que no cometan ningún desmán. No nos perdonaríamos nosotros que a la infamia de nuestros enemigos le agregáramos nuestra propia infamia (…) Los que tiraron contra el pueblo no son ni han sido jamás soldados argentinos, porque los soldados argentinos no son traidores ni cobardes, y los que tiraron contra el pueblo son traidores y cobardes. La ley caerá inflexiblemente sobre ellos. Yo no he de dar un paso para atemperar su culpa ni para atemperar la pena que les ha de corresponder. (…) El pueblo no es el encargado de hacer justicia: debe confiar en mi palabra de soldado (…) Sepamos cumplir como pueblo civilizado y dejar que la ley castigue…”
Juan Domingo Perón
Crónica del diario La Nación el 17 de junio de 1955
Los tres aparatos de la Marina de Guerra que volaban sobre la Casa de Gobierno y el Ministerio de Guerra arrojaron mortíferas bombas sobre la sede gubernamental, sobre la plaza y el elevado edificio del Ministerio de Ejército, en la calle Azopardo. Una de las bombas cayó de lleno sobre la Casa de Gobierno. Otra alcanzó un trolebús repleto de pasajeros que llegaba por Paseo Colón hasta Hipólito Yrigoyen. El vehículo se venció sobre el costado izquierdo, sus puertas se abrieron y una horrenda carga de muertos y heridos fue precipitada a la calle. Una tercera bomba tocó la arista nordeste del cuboide edificio del Ministerio de Hacienda, despidiendo pesados trozos de mampostería. Junto con el mortal estrépito de las bombas prodújose una intensa lluvia de esquirlas y menudos trozos de vidrios. La violencia de la expansión del aire con la explosión provocó la rotura instantánea de centenares de vidrios y cristales en todos los edificios de ese sector céntrico. Al mismo tiempo restallaron los cables rotos de los trolebuses y mientras se oía el brusco aletear de millares de palomas que alarmaban la plaza, se escuchaban los ayes y lamentos de docenas de heridos. Fue un momento de indescriptible y violenta sorpresa. Los cronistas que se hallaban en la Sala de Periodistas de la Casa de Gobierno vieron desplomarse el techo de la amplia oficina. Cayeron arañas sobre la mesa de trabajo y las máquinas de escribir fueron acribilladas con trozos de mampostería y vidrios. Gateando para sortear las nuevas explosiones salieron de la Casa de Gobierno, tropezando con los soldados de la guardia de Granaderos que se precipitaban por los corredores a reforzar las guardias, y se dirigieron al edificio del Ministerio de Ejército, pasando entre coches destrozados, cadáveres yertos, heridos clamantes y ramas de árboles desgarradas.
La Nación, 17 de junio de 1955. En: Julio Godio, La caída de Perón (de junio a setiembre de 1955), vol. 1. Biblioteca política argentina nro. 115, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1985.