La marcha de los robots
La robotización es un fenómeno irreversible. Como también lo es la tendencia humana a resistirse a esa transformación. ¿Nos quitarán el trabajo? ¿Reemplazarán nuestros sentimientos? ¿Nos convocarán a luchar contra ellos y a ser los nuevos luditas rompiendo las máquinas que nosotros mismos hemos creado?
El progreso es un animal de presa: no vuela en movimiento rectilíneo uniforme hacia un horizonte infinito, sino que ataca, lucha, mata, rompe los tendones fosilizados de la sociedad y descansa como un león satisfecho hasta volver a atacar. Un buen ejemplo es la mecanización del trabajo: aparece luego de cada crisis, transforma nuestras vidas y nos da tiempo para acostumbrarnos hasta la próxima crisis.
La Revolución industrial introdujo entre los artesanos y el mercado técnicas que dormían desde el siglo XIV, como la máquina de vapor. La Gran Depresión de 1873 trajo la electricidad, el motor a explosión y el taylorismo. Entre la primera guerra mundial y el crack del ‘29 la cadena de montaje llegó a tierras tan distintas como la América del boom, la Rusia soviética o la República de Weimar, para conquistar el mundo entero en la posguerra. La crisis del fordismo en los ‘70 convocó a robots y computadoras: los salarios se estancaron, la participación del trabajo en el ingreso se redujo y el capitalismo sobrevivió.
CUANDO LOS ROBOTS VIENEN MARCHANDO
La crisis financiera de 2008 aceleró el proceso de robotización: la venta de robots industriales, que venía creciendo a un 3%, saltó al 17%. Jerome Glenn calcula que en los balances financieros todavía hay entre 7 y 10 billones de dólares sin invertir que a partir de 2020 se volcarán a la producción y perfeccionamiento de robots.
Claro que no hablamos de torpes cuadrillas de C3POs entrando a una planta de Fiat. La industria 4.0 abarca todas las formas de Inteligencia Artificial, algoritmos para fondear la big data, internet de las cosas, impresión 3D, realidad aumentada y nanotecnología aplicables al sector administrativo, servicios, salud, etcétera. Robotlucion, número 42 de la revista Integración y Comercio del BID, editado lujosamente como libro por Planeta, congrega a un parnaso de economistas para discutir adónde nos lleva la marcha de los robots.
Ni la calidez burguesa del hogar escapa a la robotización: la venta de robots de servicios creció un 25%, desde aspiradoras autónomas hasta mascotas biónicas. La delantera la lleva el transporte, automatizable hace rato: la Victoria Line del subte de Londres prescinde de maquinista desde 1964. Pero el salto dado a partir de 2008 permite proyectar un 75% de parque automotor autónomo para 2040. Budweiser ya reparte cerveza en camiones autónomos; Amazon usa drones para entregas en Inglaterra, EEUU, Israel y Austria. En caso de prosperar los proyectos de flota autónoma de Roboat y Rolls-Royce, el 90% del comercio mundial (unos 50 mil buques mercantes) estaría robotizado. Menos crematístico es el Sea Hunter, con casi 20.000 km. de autonomía, que está preparando el Pentágono.
LA DESACELERACIÓN HUMANA
Este fabuloso despliegue del capital tiene como contrapunto la progresiva desaceleración de la humanidad como especie. Para los próximos 50 años el crecimiento demográfico tenderá a estancarse incluso en China. América Latina, que debe la buena performance del siglo XXI a su bono demográfico (gente joven que entra al mercado laboral), ya siente el bajón: los nacimientos por mujer pasaron de 3,6 en 1985 a 2,1 en la actualidad y se espera que lleguen a 1,8 en 2030.
La expansión de la segunda mitad del siglo XX (que duplicó la población mundial, triplicó el IPC y sextuplicó el tamaño de la economía) hoy es otro recuerdo adorable de una era de excesos. El McKinsey Global Institute calcula una caída del 40% de la tasa de crecimiento del PBI en los próximos 50 años. La fórmula de Picketty (tasa de retorno de capital > tasa de crecimiento general > tasa de crecimiento de salarios = desigualdad) augura que esa glaciación humana ensanchará la brecha entre los ricos y el resto.
Según McKinsey el mundo cuenta con dos recursos para recuperar la productividad del loco siglo XX: el stock de mano de obra femenina desaprovechada, especialmente en América Latina, con lo cual cierto feminismo podría salvar al capitalismo; y la robotización. ¿Qué efecto tendrá para las personas que viven de su trabajo?
EL ÚLTIMO TRABAJADOR
El agorero oxoniense Carl Frey no lo duda: sobra gente. El 47% del trabajo norteamericano y el 77% del chino son robotizables. Sólo en transporte se podría expulsar a 44 millones de trabajadores, el 13% de la PEA mundial. Argentina encabeza la lista del Banco Mundial de países con trabajo redundante.
Contra el catastrofismo de Frey muchos señalan que la mayor parte de los puestos de trabajo son robotizables en un 30% y solo el 9% es totalmente robotizable. David Autor apunta que la tecnología actual no afecta ni a los trabajos mayormente creativos ni a los de muy bajo costo: el riesgo se concentra en los puestos de calificación intermedia, con la consiguiente polarización laboral.
El destino de los viejos trabajadores analógicos parece ser servirles el desayuno a las familias de los trabajadores digitales. Cada nuevo puesto tecnológico crea cinco nuevos puestos en el sector de no transables: servicios, microemprendimientos, “capitalismo colaborativo”, pequeños encargos, contratos de 0 horas con ingresos bajos y seguridad social nula. Las next techs pueden convivir con las formas más arcaicas de trabajo informal. A eso se suma la dislocación espacial: los trabajos que se pierden están ubicados en zonas distintas a las que generan nuevos empleos.
Con realismo, Martin Rhisiart nos recuerda que los robots deberán sortear las vallas de las crecientes regulaciones a la internet que les permite pensar y, en la periferia, de la informalidad laboral. En Argentina la industria 4.0 deberá esperar a la lluvia de inversiones, mientras el in-sourcing lleva a los procesos productivos robotizados de vuelta a los países centrales.
¿PODEMOS VIVIR JUNTOS?
El 25 de enero de 1979 Robert Williams fue aplastado por un brazo robotizado en la línea de montaje de la planta de Ford de Michigan. Fue el primer caído. En junio de 2015 un robot mató a un ingeniero de 22 años en la planta de Volkswagen de Fráncfort, al mes siguiente un cañón antiaéreo autónomo Oerlikon GDF-005 abrió fuego contra unos soldados que entrenaban en Sudáfrica, el mes pasado una ciclista fue atropellada por un Uber autónomo en Arizona, entre 2008 y 2013 murieron 144 personas por “mala praxis” de robots quirúrgicos. Con estos antecedentes, es comprensible el pánico de los técnicos de Facebook que pusieron a conversar a dos programas de inteligencia artificial hasta que advirtieron que estaban desarrollando un idioma propio para charlar de sus cosas y los desconectaron.
El ajedrecista y emprendedor digital David Levy propone que no hagamos la guerra sino el amor: “Un robot sexual nos permitiría aliviar nuestro aburrimiento y tensión sexual con nuevas experiencias, aún careciendo de carga emocional”. Sin embargo, Campaign against sex robots plantea que esa apuesta a burlar el test de Turing en la alcoba tendría un efecto nocivo en los humanos. ¿Qué clase de pedagogía sexual sería tener relaciones con un partenaire que no puede negarse? Y si fuera programado para negarse y así darle sal al asunto ¿algún propietario de una fembot o un malebot dejaría de satisfacer su deseo por ello? ¿Qué clase de pedagogía sexual sería tener relaciones con un partenaire que puede negarse y aún así someterse? Una periodista de Wired llegó a proponer que los robots sexuales no tengan aspecto humano para que el usuario no mezcle la paja con el trigo.
The Millennium Project augura para 2050 la emergencia de una Inteligencia Artificial General capaz de reescribir su propio código sobre la retroalimentación de la inteligencia humana, la internet de las cosas y la big data. Esa IAG se fusionará con nosotros en un continuo cuerpo-dispositivos-redes, que Tiziana Terranova llama bio-hipermedia: el smartphone como prolongación de la mano. ¿Estamos listos para vivir con los robots en nosotros? ¿Están listos ellos?
R.U.R. vs METRÓPOLIS
La palabra “robot” nació en 1920, en la obra R.U.R (Robots Universales de Rossum) de Karel Čapek. El término fue una idea de su hermano Josef, seguramente inspirado en robota, una categoría eslava de trabajo servil abolida luego de la revolución de 1848. En la obra, R.U.R es una empresa que fabrica androides de protoplasma para trabajar. Hasta que llega una activista de la Liga de la Humanidad y les inocula sentimientos humanos, el primero de los cuales es, claro, odiar a los humanos. Los robots comienzan a rebelarse bajo la consigna “Robots Universales, uníos”. El problema es que R.U.R no puede dejar de fabricarlos porque la demanda no se corta: la inutilidad laboral humana llevó a que su natalidad sea nula.
Los robots terminan por matar a todos los humanos menos al ingeniero Alquist, que “trabaja con sus manos como los robots”. A él le encargan que descubra la fórmula para fabricar más robots, perdida en la destrucción de R.U.R. Alquist fracasa hasta que descubre signos de afecto en una pareja de robots, Helena y Primus. La obra cierra con la esperanza de que esos Adán y Eva robóticos funden una nueva especie.
La obra de Čapek, que nunca le gustó a Asimov, fue un éxito inmediato: en 1923 llegó al West End londinense y más tarde se filmó una versión soviética que incomodó a Stalin. En 1928 se presentó en Londres a Eric, un autómata de aluminio con un motor de 12 voltios que, a modo de homenaje, llevaba las letras R.U.R. grabadas en el pecho. Para ese momento Westinghouse había presentado a Televox; y Makoto Nishimura, a Gakutensoku.
Pero el robot más famoso de esos años fue otro: en 1927 se estrenó Metropolis, la película dirigida por Fritz Lang sobre guión de su esposa, Thea von Harbou. El film presenta un futuro dualista, con una ciudad edénica que vive gracias al trabajo de obreros subterráneos, ambos mundos administrados por el magnate Fredersen. Hasta que aparece María, una obrera que predica la hermandad humana y enamora al hijo de Fredersen. El magnate, receloso, pide a un científico que desacredite a María con un androide que tenga su aspecto. Pero el resentido científico aprovecha al autómata para enardecer a los trabajadores contra las máquinas, quienes llevan a Metrópolis al borde de la destrucción. Sólo el llamado del hijo de Fredersen a la paz y la destrucción del autómata y su inventor salvan a la ciudad y permiten una unión entre los trabajadores y el magnate. La apuesta política de Metropolis es tan emocionante como equívoca: tregua social pero destrucción de los otros, reconciliación y hoguera. Seis años después Hitler llegaba al poder.
La consagración estética de la tecnofobia de Metropolis nos distrajo de la austera sabiduría de R.U.R. Mientras que Lang y Harbou ven en el autómata sólo una herramienta de la vileza humana y, al final, la prenda de la paz social, Čapek asigna a sus robots una función socioeconómica clara, les concede motivos y una esperanza de subjetividad. Podemos vivir juntos, solo que a costa de transformarnos.
“QUIZÁS OCURRAN COSAS TERRIBLES ANTES”
En su libro sobre los algoritmos, Mercedes Bunz, luego de afirmar que la digitalización avanza sobre la experticia laboral de las clases medias, advierte que “al echarle la culpa a la tecnología lo único que hacemos es repetir un triste capítulo de nuestra historia. Al fin y al cabo, ya una vez reaccionamos ante la explotación destruyendo las máquinas y no conseguimos mucho. ¿Qué podemos aprender de la historia?”.
El ludismo es parte de las reglas del juego y, si bien es impotente para frenar la automatización, sí puede combar el suelo sobre el que se despliega el capital. El turbocapitalismo deberá bailar con Ned Ludd, una vez más. La pregunta es ¿cómo usaremos esa bala de plata? ¿Tiene sentido defender al viejo trabajo industrial, el mismo que se combatió en los ‘70, en los ‘20 y en la Revolución Industrial?
La única manera de detener la robotización es robotizarnos a nosotros mismos: ser tan baratos y alienados como nuestros competidores. Algo que ya está pasando: como señala Aditya Chakrabortty hay un neotaylorismo en las franquicias de panaderías que reciben los bollos listos para hornear, en el guión automático de los telemarketers, en los manuales autoexplicados que usan los docentes, etc…
¿O es mejor luchar por las mejores condiciones posibles en un mundo poslaboral? Puede ser que la esperanza del gerente de R.U.R un segundo antes de morir aún tenga sentido: “Quizás ocurran cosas terribles antes. Eso no se puede evitar. Pero luego la explotación del hombre por el hombre, y del hombre a la materia, cesarán”.
Cuando la Revolución Industrial arrasó con el trabajo campesino dio lugar a una nueva economía, a un nuevo sujeto social, a nuevas conquistas. Hoy la robotización arrasa con la vida industrial. Quizás sea hora de abandonar la batalla por el derecho al trabajo y comenzar a cavar las trincheras por el derecho al ocio y el ingreso universal. El porvenir es largo.
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